Hemos decidido incluir una nueva sección en el blog que tratará sobre experiencias de personas que abandonaron la vida urbana y se marcharon a vivir al campo, partiendo de la base de que esa opción resulta más saludable que vivir en una ciudad masificada y contaminada, con su ritmo frenético y sus relaciones frecuentemente neuróticas.
Para empezar este nuevo apartado hemos elegido comentar y recomendar la obra “Entre limoneros” de Chris Stewart porque es un clásico y también porque aborda con gran sentido del humor este cambio tan radical. El libro fue publicado en 1999 en Inglaterra, donde se convirtió en un boom editorial lo que dio lugar a que, posteriormente, salieran a la luz dos continuaciones: “El loro en el limonero” y “Los almendros en flor”.El libro comienza con el protagonista buscando una casa para comprar en la Alpujarra, una región situada en las estribaciones de Sierra Nevada, al sur de Granada. Poco después, cerca del pueblo de Órgiva, encuentra el cortijo El Valero rodeado de naranjos, limoneros y olivos, que compra por cinco millones de pesetas en un arrebato impulsivo sin investigar su estado ni buscar otros sitios para comparar. Y lo compra con la intención no de que sea su casa de vacaciones, sino para vivir el resto de sus días en él con su mujer.
Y este matrimonio inglés afrontó el reto sin ninguna facilidad: en una casa sin acceso cómodo, ni electricidad, ni agua corriente. Como el propio autor dice “habíamos tirado por la borda las comodidades, todo lo previsible en nuestra vida, y nos precipitábamos hacia lo desconocido” (pag 72). Para colmo, al cabo de un mes, descubren que con las tormentas las crecidas del río pueden dejar incomunicada la finca y que en ésta también hay escorpiones y serpientes en el río. Es por ello que el dueño, Pedro Romero, estaba a punto de venderla por un millón de pesetas mucho menos de lo que habían pagado ellos.
Los Stewart tampoco tenían en ese momento ningún conocimiento o experiencia previa sobre gestionar una casa rural pues anteriormente ella tenía un pequeño negocio hortícola y él se ganaba la vida escribiendo libros de viaje, tocando la guitarra en restaurantes y esquilando ovejas.
Para conocer la finca y el trabajo que se necesitaba para mantenerla, Chris residió un mes en ella con su anterior dueño con el que no comparte nada: ni experiencias vitales, ni cultura, ni valores, ni costumbres. Así que sus conversaciónes tuvieron muy poco que ver con la vida anterior de Chris pues trataban sobre caballos, navajas y cuerdas, cosechas y riego, caza y vino.
Afortunadamente, con la llegada de Ana un mes después, la casa comienza a convertirse en un hogar cuando ella insiste en poner agua corriente, cocina de gas y nevera. También con su presencia se termina la camaradería masculina entre Pedro y el protagonista cuando ella comienza a quejarse de las imposiciones y de los abusos del vendedor de la casa.
Así que el matrimonio comenzó en ese momento su aventura en solitario batallando con el calor achicharrante y las incansables y omnipresentes moscas. Y para celebrar el comienzo de su nueva vida lo hicieron, como no podía ser de otra forma siendo ingleses, tomando un té cuya preparación resultó casi tan épica como la de reconstruir la casa.
Lo primero que hicieron fue construir una carretera y un puente que comunicara su hogar con el resto del mundo. Luego se dedicaron, con ayuda de los vecinos, a limpiar el largo recorrido de la acequia para poder regar su huerto. El siguiente paso consistió en cambiar el tejado porque todas las vigas estaban podridas. Lo que aprovechó el matrimonio Stewart para remodelar la casa a su gusto construyéndola con sus propias manos y la ayuda de dos parejas neozelandesas que contrataron; tarea que les llevó cinco meses.
Todo esto lo compaginaron otras tareas más domésticas como limpiar y curar a los gatos que había en la casa, realizar su primera cosecha de aceitunas o iniciar un corral de aves que acabó como el rosario de la aurora con todas sus ilusiones volando.
Cuando estuvieron más asentados, Chris compró un rebaño de ovejas que se dedicó a pastorear siguiendo las costumbres del lugar y con el tiempo aprenderá a criar las ovejas y venderlas. Pero esa actividad no sólo proporcionó algunos ingresos y buenos momentos, sino también algunos terroríficos como cuando las tuvo que ir a rescatar a lo alto de una montaña llena de precipicios arriesgando su energía y su integridad física, o frustrantes cuando fracasó estrepitosamente al intentar venderlas en el mercado prescindiendo de los tratantes o intermediarios. Aunque en estos acontecimientos, como en todos los demás, sorprende y admira la humildad, bonhomía y saber encajar con que el protagonista los afronta.
Y, poco después, se produjo el más importante y feliz cambio cuando llegó el primer hijo de la pareja, Chloé, una niñita que se adaptara bien a la vida que han elegido sus padres a pesar de los temores de estos de que pudiera ser demasiado peligrosa o excéntrica para ella. Y además, su presencia sirvió para que se sintieran más integrados, como el autor dice “tener una hija granadina de nacimiento y que hablaba español con fluidez contribuyó a que tuviéramos la sensación de estar por fin asentados” (pag 229).

Mientras, se van integrando poco a poco en la vida social de la zona con la asistencia a ese acto ritual y colectivo que es la matanza o la visita a la madre del vecino y amigo Domingo cuando parece que va a morir de cáncer de riñón y descubren que sólo tiene una piedra. Hasta que llegó el momento en que Chris pudo aportar algo de su experiencia vital cuando se ofreció para esquilar las ovejas de los vecinos con una máquina que nunca se había visto en la región. Para el autor éste supuso un momento realmente importante porque sintió que había dejado de ser un espectador de la vida de las Alpujarras para pasar a formar parte de ella.
Así que el lector, después de haber leído los comienzos del proyecto, en los que era difícil apostar un euro por ellos, asiste con satisfacción y orgullo, porque les ha ido cogiendo cariño a lo largo de las páginas, al definitivo acomodamiento de la familia. Así lo narra Chris, “la vida empezaba a discurrir más o menos sin complicaciones. Ganábamos dinero suficiente para ir tirando con las ovejas, la recolección de semillas y el esquileo, y tenía planes de convertir la cabaña en desuso al otro lado del río, cerca del cortijo de Domingo, en casa de vacaciones. Nuestro hogar, aunque no era nada opulento, estaba en condiciones lo bastante buenas para protegernos de la lluvia en invierno y de los grandes calores del verano, mientras que la finca adquiría poco a poco cierta apariencia de orden y salubridad” (pag 230).
Una forma de explicarlo que resulta demasiado modesta pues no alude a las grandes ventajas que disfrutaban en su nueva existencia. Como la de disfrutar de una profunda paz en un marco incomparable compuesto por las montañas del circo de cumbres que se elevaban hasta el Veleta y el Mulhacén, los ríos y la vegetación.
La ventaja de estar rodeados de una naturaleza en la que era posible contemplar hasta cabras montesas, jabalís o águilas, junto a animales más modestos como culebras de agua, ranas, tortugas y lagartos.
La ventaja de disponer de comida sin salir de los límites de la propiedad donde crecían patatas, cebollas, ajos, pimientos, tomates, aceitunas…
La ventaja no sólo de la contemplación de los abundantes árboles frutales de la zona, sino también de poder recoger de ellos: naranjas, mandarinas, limones, higos, peras y comérselas en el momento.
La ventaja de poder pasear libremente por el campo en pareja y con la mascota disfrutando del aire puro y buenas vistas y volver oliendo a romero, tomillo y lavanda.
Así que, más de tres años después del comienzo de la aventura, y, poco después de haber aguantado una sequía primero y el aislamiento provocado por unas lluvias torrenciales después, esta peculiar familia se despide con la misma naturalidad y modestia con la que empezó su cambio de residencia. Y el lector no puede evitar sentir una punzada de nostalgia y otra de envidia por estas personas que emprendieron la valiente aventura de reinventarse para llevar la vida que eligieron.
A Patricia R. y a nuestros sueños.