El libro que recomendamos en esta ocasión en el blog, “Animal, vegetal, milagro”, narra la odisea de una familia norteamericana que se plantea el reto de producir su propia comida y vivir al margen de la cadena de suministro agroindustrial durante un año.

Esta obra fue publicada en 2007 por la escritora Barbara Kingsolver, autora de obras como “La Biblia envenenada” o “Verano pródigo”. Pero cuenta con el aliciente añadido de que en él colaboran su marido, el profesor universitario Steven L. Hoop, que aporta artículos científicos sobre los temas tratados y su hija de 19 años, Camille, que escribe la información nutricional, recetas y menús. El protagonista restante es Lily, la hija pequeña de 12 años.

La historia comienza cuando esta familia se trasladó definitivamente del desierto de Sonora en Tucson (Arizona) hasta el sur de los Apalaches, en el estado de Virginia. Recorrieron más de 3.000 kilómetros para establecerse en una casa de labranza, con granero, huertos y campos, en la que, hasta entonces, solían pasar tan solo los tres meses de verano. Su proyecto de vida autosuficiente pretendía conseguir varios objetivos: acabar con su ignorancia, tan propia del ciudadano medio de las ciudades, sobre el origen de los alimentos que consumían; oponerse al sistema agroindustrial basado en métodos intensivos y en el petróleo y recuperar el sabor y el placer de la comida de proximidad. 

Los primeros meses de estancia los dedicaron a realizar reparaciones en la casa y a lograr que las niñas se adaptaran al primer invierno frío de sus vidas. Pasado esto, comenzaron el proyecto de vivir según los valores familiares de amor al prójimo y cuidado del planeta. Eligieron para hacerlo el mes de abril, al comenzar la primavera. En concreto, el momento simbólico en que se recolecta en esa zona del mundo la primera verdura del año: el espárrago. Esta elección suponía una arriesgada apuesta porque éste se recoge tres años después de plantada la esparraguera y, una vez hecho, hay que consumirlo en un plazo breve porque sino pierde su sabor y propiedades. Sin embargo, mereció la pena para poder disfrutar del sutil pero inconfundible gusto del espárrago, que no tiene nada que ver con el con el simple e insípido que ofrecen los de fuera de temporada que han recorrido largas distancias.  

Para empezar su proyecto, los padres y las dos hijas elaboraron una lista de aquellos productos de los que tendrán que prescindir por no ser locales, permitiéndose la excepción de un capricho cada uno. El padre, café; la madre, especias; Camille, frutas secas y la más pequeña, chocolate. Esta decisión la tomaron partiendo de la convicción de que “alimentarse de platos caseros elaborados con ingredientes naturales y de temporada, obtenidos del proveedor más cercano posible, es comer bien, en todos los sentidos. Es bueno para el hábitat y es bueno para el cuerpo” (página 42).   A continuación se explica como encararon el inicio de la primavera cuando las verduras alegran los campos y la casa con su verdor después de un largo invierno de cereales y tubérculos mucho menos vistosos. Esto le proporciona la oportunidad a Barbara de realizar un apasionado alegato a favor de las variedades tradicionales de estas plantas que han sido transmitidas durante décadas y, a veces hasta siglos, frente a las creadas por la industria agroalimentaria mediante híbridos o manipulación genética. “Las semillas se guardan de una generación a otra por una razón, o por muchas, y en el caso de las hortalizas una de ellas es siempre el sabor. Entre estas variedades tradicionales se encuentran los tomates de sabor más dulce y penetrante, los melones más fragantes y las berenjenas que no tienen ni una pizca de amargor.

La mayoría de las verduras estándar que se encuentran en el mercado se han desarrollado para conseguir que tengan una apariencia uniforme, para que se puedan recolectar por medios mecánicos, para que se puedan empaquetarse más fácilmente (por ejemplo, los tomates cuadrados) y para que resistan mejor las vicisitudes del transporte. Ninguna de estas cualidades tiene nada que ver con el sabor” (páginas 63 a 64).  

A continuación los miembros de la familia emplearon su tiempo en plantar aquellos tipos de vegetal que permitía la tierra y el clima para tener los primeros productos del huerto: hojas, yemas y brotes que surgen de la producción temprana de sus raíces. “Los primeros vegetales que se pueden plantar son las cebollas, las patatas, los guisantes y todas las coles (el brócoli, la coliflor, la col, el repollo y las coles de Bruselas pertenecen al mismo género y especie). Todas estas verduras soportan bien el frío moderado y pueden aguantar algunas semanas de heladas o incluso alguna nevada” (página 106).  

En el siguiente capítulo se narran las aventuras avícolas de la familia. Éstas comenzaron cuando la madre se dedicó a criar pavos y la hija pequeña compró pollos para iniciar un negocio de venta de huevos. Si a la niña la guiaba un incipiente afán empresarial, su progenitora se mueve por un rechazo a los métodos intensivos de la avicultura. Como ocurría con las verduras, las razas para criar son elegidas por motivos que no tienen nada que ver con la nutrición ni con el sabor. En cambio, las razas animales criadas a la manera tradicional ofrecen las ventajas de “una mayor resistencia a la enfermedad, un sabor legendario y una cierta escasez debida a que las nuevas razas de antaño, tanto de aves como de ganado en pie, se encuentran en peligro de extinción” (páginas 117-118).  Por su parte, el padre aporta un esclarecedor artículo criticando la producción industrial de carne. En él expone y desarrolla tres objeciones contra estos métodos intensivos: el tratamiento que se da a los animales, la contaminación que provocan los residuos y los problemas de salud derivados de las malas condiciones en que viven los animales.  

Después se cuentan las tareas del huerto que emprendieron en mayo. Así, empezaron por plantar las tomateras y los pimientos y continuando con el maíz, la soja verde, la remolacha y el quimbobó. Trabajo que compaginaron con el de cuidar y limpiar de malas hierbas las cebollas, guisantes y patatas que se habían plantado anteriormente. Si a eso se le suman las tareas de preparar el mantillo, defender los cultivos de los insectos y las aves y solucionar la falta o exceso de lluvia, se comprenderá que éste fue un mes de duro trabajo en el que costó encontrar tiempo suficiente para abarcarlo todo. Eso no impidió que Barbara celebrara su 50 cumpleaños con una fiesta a la que invitó a 100 personas y en la que sólo se sirvieron alimentos locales y de temporada.  

En junio en el huerto se produjo un pequeño intervalo de descanso en torno al solsticio de verano. Para aprovecharlo la familia emprendió un viaje por el norte desde Nueva Inglaterra hasta Montreal. No sin antes hacer una recogida exprés de las cerezas que habían decidido madurar un día antes. Durante el viaje, la visita a una creativa agricultura ecológica dará pie a la autora a reflexionar acerca de ésta. Así, comienza refiriéndose a la crítica más habitual que se suele hacer a la agricultura ecológica a la que se acusa de ser cara y elitista. A ese respecto se comienza reconociendo que la comida industrial y rápida es más barata para el consumidor que los cereales integrales, verduras frescas, lácteos sin hormonas, etc. Sin embargo, se explica que, si se suman los impuestos a los carburantes, las subvenciones a la agroindustria y, sobre todo, los costes medioambientales y de salud, acaba saliendo mucho más cara. Además, se llama la atención sobre la absurda paradoja que se produce en nuestra sociedad en la que se pretende que ahorremos en los gastos de alimentación, que suponen una inversión en salud, para luego derrochar el dinero en productos innecesarios tecnológicos, de lujo o de marcas. En efecto, el consumo de alimentos procesados y comida rápida está asociado con la obesidad, problemas cardiovasculares, diabetes, problemas con las articulaciones y varios tipos de cáncer. Por eso se defiende que merece la pena adquirir alimentos cultivados de una manera sana y segura para las personas y el entorno porque en la producción de alimentos no se producen milagros: lo que da buenos resultados es el tiempo invertido y el cuidado que se emplea en ello.   

A continuación se realiza una entusiasta y muy lúcida defensa de cocinar en familia. Para ello se comienza realizando una crítica al culto de la prisa, tan extendido en Norteamérica. Frente a él se propone que revisemos las prioridades y ocupemos el tiempo en las actividades que realmente aportan y nutren.

Posteriormente se narra como transcurrió el mes de julio en el huerto. Éste empezó con la vuelta de la familia de su viaje y la batalla campal que tuvieron que librar contra las malas hierbas. Después llegó la abundancia de la cosecha que, en el caso de algunos alimentos, llegó a ser auténtica exuberancia. Así, los Kingsolver comenzaron recogiendo zanahorias, ajos y pepinos. Luego, a mediados de mes, llegó el turno de los tomates, las primeras berenjenas y distintas variedades de calabazas. Muy poco después llegaron las cebollas, flanqueadas por la remolacha y las judías verdes. Una semana después la familia cosechó dos docenas de melones, maíz y el exótico quimbombó. Atención especial dedicaron a los prolíficos e inagotables calabacines, que llenaron la despensa primero y luego los platos y los días de la familia, sus vecinos y sus amigos.

A continuación llegó agosto, el mes de los tomates por excelencia, en el que las casas de los hortelanos se pueblan de este fruto dulce y ácido con sabor a sol y con corta vida. Así sucede en la de los Kingsolver que habían plantado nada menos que 50 tomateras por su gran afición a este producto. “Los tomates de huerta recién cogidos son tan sabrosos que yo ahora soy incapaz de volver a comer los insípidos importados del supermercado. Cuando pido una ensalada en un restaurante y contiene esos gajos anémicos, de textura harinosa que saben a agua ligeramente agria, traiciono las enseñanzas de mis padres y me niego a acabarme todo lo que hay en el plato” (página 258). Por ello gran parte de la actividad de la familia en este mes consistió en asar en el horno, congelar, secar, elaborar salsas o hacer conservas con sus apreciados tomates.  

Esto dio pie para escribir sobre las conservas. Una práctica culinaria que permite disfrutar de frutas y verduras fuera de temporada sin tener que importarlas de lejanos lugares. También supone una forma útil y práctica de elaborar comidas cuando no se dispone de mucho tiempo para prepararlas. La hija Camille enseña como se debe realizar éstas y comparte deliciosas recetas como la salsa de tomate secreto de la familia, el paté de judías verdes, el chutney de tomate o la salsa agridulce.  

El mes de septiembre comenzó en la casa de los Kingsolver con el sacrificio de pavos y pollos que habían criado con tanto esmero y dedicación. La narración del día de la matanza da pie a la escritora para explicar que le parece más ético y humano sacrificar a unos animales que han tenido buena vida hasta ese momento que los métodos empleados por la ganadería industrial. En ésta, en muchos casos, el animal es inflado a hormonas de crecimiento y antibióticos mientras vive sin poder moverse sobre sus propios excrementos. Además, hay otros motivos para rechazar esta forma de producir alimentos. “Los consumidores podemos elegir nuestras razones para desconfiar del producto resultante: hormonas de crecimiento, bacterias resistentes a los antibióticos, composición poco saludable del colesterol, cepas mortales de Escherichia coli, consumo de combustible, concentración de excrementos en lagunas de residuos tóxicos y la vileza de mantener a unas criaturas confinadas y al límite de su resistencia fisiológica y psicológica” (paginas 297). Camille apoya la posición de su madre sobre este tema citando estudios científicos que detallan la superioridad nutricional de la carne y los huevos de los animales criados al aire en comparación con los de las granjas industriales.  

En el mes de octubre se recogieron las calabazas de invierno, que fueron las reinas del mes como los tomates fueron los reyes en agosto. Se trata del vegetal que pone fin al ciclo anual con la excepción de los tubérculos. También es el más grande y, con su firme corteza y sus semillas maduras, actuará de furgón de cola del huerto.

A partir de ese momento para alimentarse durante el invierno solo quedan los tubérculos o bulbos que determinadas plantas emplean para acumular los azúcares que les permitirán renacer la siguiente primavera: zanahoria, remolacha, nabo, ajo y la versátil patata. Gracias a ellos y a las legumbres secas, los cereales y las conservas se podía sobrevivir antiguamente durante el frío invierno cuando la tierra ya casi no producía alimentos. Barbara, como no podía ser de otra manera, realiza un encendido elogio del ajo y, sobre todo, de la patata. A su vez, Camille se encarga de la parte práctica aportando recetas de este tubérculo para todas las estaciones del año y todos los paladares.

Diciembre ofreció en el huerto el desolado panorama de los tallos secos, sobre todo del maíz y las tomateras. Situación que sólo cambió cuando cayeron las primeras nevadas. La autora aprovecha ese momento, quizás con intención compensadora, para hacer un panegírico de sus fiestas favoritas: Acción de Gracias y el Día de los Muertos mexicano.  

En el tramo final del libro asistimos al regreso de la primavera, un año después de que los Kingsolver iniciaran su aventura de autoconsumo y alimentación local. Momento que es celebrado con alegría y alborozo por los componentes de la familia, como históricamente ha ocurrido siempre. “La primavera está hecha de gratitud maciza de catorce quilates: es la recompensa por la larga espera. Todas las tradiciones religiosas celebran de alguna manera su aleluya en abril, por ser la época de esta exquisita redención, de esta alegre vuelta al gozo tras una estación de frío e incertidumbre” (página 440).  

Antes de comenzar de nuevo el ciclo cortando espárragos, buscando setas, recolectando espinacas y acelgas, Kingsolver hace balance del experimento de un año de alimentación local. Para ello comienza indicando que constituyó un éxito porque no sufrieron penurias ni hambre en ningún momento. Además, se habían alimentado de productos ecológicos y de cercanía de manera espléndida por aproximadamente 50 centavos por persona y día. Para ello sólo habían necesitado un huerto de 325 metros cuadrados; los cuales, si se les suma el terreno de los frutales, los arbustos de bayas y los pastos en que se criaban las aves, suponían unos 1000 metros cuadrados. Eso significaba que la familia se había alimentado con un terreno de media hectárea. Cifra que contrasta con las cuatro de media que utiliza una familia de cuatro personas en Estados Unidos. Además, Barbara, Steven, Camille y Lily habían aprendido mucho sobre la comida y sobre ellos mismos durante ese proceso; habían sido capaces de cambiar sus hábitos consumistas y habían interiorizado la confianza en sus propios recursos. También con la intención de resumir lo que habían aprendido con la experiencia vivida, Steven aporta un artículo sobre las condiciones que debe cumplir una alimentación familiar ética, ecológica y local.  

Terminamos esta entrada del blog recomendando encarecidamente este libro por su capacidad motivadora, por su sabiduría sobre la comida sana y local, por su emotivo tratamiento de la vida familiar. Y también recordamos la opinión de Barbara Kingsolver, demostrada a lo largo de todo el libro, de que todo lo que tiene que ver con la nutrición, desde el trabajo del huerto hasta el acto de comer, puede servir para serenar el alma.                                                            

Luis Gállego

Este artículo fue originalmente publicado por Luis Gállego el 1 de enero de 2019 y ha sido revisado y actualizado para su republicación.

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