La estructura del libro combina el diario de Treya con las reflexiones y vivencias de Wilber, lo que dota al texto de una profundidad e interés difícilmente superables.
Además, como Wilber es uno de las grandes filósofos vivos de la conciencia en ella se nos ofrece también una introducción a la filosofía perenne, es decir, a ese núcleo común en el que coinciden todas las tradiciones religiosas. Lo cual confirma que el enfoque de este libro al tratar la experiencia de la enfermedad es eminentemente espiritual.
El libro comienza contando que los autores se conocieron en el verano de 1983 y una semana después decidieron casarse, fijando la fecha para cuatro meses más tarde. Sin embargo, a los diez días de casarse, a ella la diagnosticaron cáncer de mama y se pasaron su luna de miel en el hospital. En concreto se trataba de un tumor de cuarto grado particularmente maligno, difícil de eliminar y que se reproducía muy rápido.
Lo primero que le preguntó Ken a su esposa después de conocer la noticia fue si se sentía culpable. Ella le respondió que no porque consideraba que tan solo se trataba de una cuestión de mala suerte y pues ella era una más del gran número de norteamericanos a los que se diagnostica esta enfermedad cada año.
Treya descubrirá muy pronto que informarse sobre la enfermedad y sus tratamientos le proporcionaba seguridad y confianza. Y decidió ser conocedora de todo lo que rodeara a su diagnóstico, aunque las noticias fueran malas porque lo que le parecía peor a ella en una situación como esa era no saber y tener que vivir en la incertidumbre.
Tras leerse todos los libros que encontraron, tanto de oncología como de tratamientos alternativos, el matrimonio Wilber mantuvo una transcendental conversación que cambiaría el rumbo de sus vidas. Durante ella, Ken le dijo que, en el fondo y siendo sinceros, había que reconocer que no se sabía casi nada sobre el origen y la forma de curación del cáncer. Por eso recomendaba a su esposa que utilizara esa experiencia como motivación y acicate para cambiar todo lo que no le gustará de su vida. Treya convencida por esa forma de ver las cosas decidió, expresado con sus propias palabras, que: “Iba a utilizar el cáncer de todas las maneras posibles: filosóficamente, para contemplar la muerte más de cerca, como preparación a encarar la muerte cuando llegara el momento, para descubrir el significado y propósito de mi vida; espiritualmente para renovar mi interés por encontrar y seguir una senda contemplativa, una senda –cualquier senda- suficientemente adecuada para mí, abandonando la estéril búsqueda de una “vía perfecta”; psicológicamente, para ser más amable y amorosa conmigo misma y con los demás, para aprender a expresar mi rabia más fluidamente, para disminuir la férrea defensa de mi intimidad abandonando la tendencia a encerrarme en mí misma; materialmente, para cuidar más mi nutrición comiendo alimentos frescos, sanos e integrales y para comenzar a hacer ejercicio nuevamente; y, sobre todo, para ser más indulgente conmigo ya sea que alcanzara o no todos estos objetivos” (pag 66).
En el capítulo séptimo cuentan cómo se descubre una recurrencia del cáncer en Treya un año después del primer diagnóstico. Se trataba de una recurrencia extraña y poco corriente pues se produjo en la zona que había sido irradiada. Como consecuencia de ella, le tuvieron que practicar una mastectomía en la que le extirparon el pecho derecho y le redujeron el otro. Inicialmente parecía que se trataba tan sólo de una recurrencia local. Sin embargo, diagnósticos posteriores de los oncólogos, confirmaron que se trataba de una metástasis y le indicaron, que para evitar lo peor, debía someterse a la quimioterapia más agresiva disponible en ese momento con efectos secundarios durísimos. Para ello acudieron al mejor hospital de tratamiento del cáncer de Estados Unidos.
Ante la nueva situación, Treya sintió rabia e impotencia por tener que afrontar una enfermedad como el cáncer siendo tan joven pero luego se dio cuenta de que tenía poco derecho a quejarse si se comparaba con los niños afectados por leucemia o enfermedad de Hodking, los cuales no habían podido tener las oportunidades y las experiencias que ya había tenido ella.
Después de los siete meses de quimioterapia de Treya y de que Ken sufriera una extraña enfermedad que le provocaba cansancio extremo, el matrimonio se desmoronó tanto a nivel individual como de pareja debido a la tensión soportada, a la preocupación constante por las consecuencias del cáncer y a que Ken había abandonado toda su vida para ejercer de cuidador y no disponía de tiempo para él. En resumen, la situación provocó que sus neurosis personales se manifestaran con virulencia y tuvieran que afrontarlas: Treya se mostraba controladora y manipuladora y Ken, sarcástico y resentido. Afortunadamente fueron capaces de encontrar la solución a su infierno personal. “La única manera de romper ese círculo vicioso era hacer frente a nuestra propia neurosis personal. Al fin y al cabo, no podíamos hacer gran cosa con respecto a las circunstancias o a la enfermedad. Y los dos sabíamos que no existe otra forma de salir de una depresión neurótica más que entrando en contacto con la rabia que se esconde bajo la superficie” (página 180). También aprendieron de esta crisis que un cuidador de una persona con cáncer no debe olvidarse de sí mismo, debe buscar apoyos para mantener el equilibrio y actuar siendo consciente también de sus propias necesidades y limitaciones.

A continuación a Treya se le diagnosticó diabetes en 1985 y se le informó que esta dolencia ha sido activada por la quimioterapia. Al mismo tiempo se asiste al cambio interior de ella que, como afirma su marido: “Le hubiera resultado tan fácil instalarse en la amargura, la autocompasión y el desaliento… Pero, en lugar de eso, parecía tornarse más abierta, más amorosa, más compasiva y más predispuesta al perdón” (pags 243-244). Un cambio que se debió al trabajo con su psicólogo, la práctica de la meditación, la renuncia al perfeccionismo y a un aprendizaje que le orientó a desarrollar el ser y no sólo el hacer.
Este cambio se manifestó en lo externo en que cofundó un centro de apoyo a afectados por el cáncer y sus familias, el Cancer Support Community de San Francisco. Y decidió que éste debía regirse por un enfoque compasivo de la enfermedad que no culpara de ella al paciente para evitar que ese sentimiento de culpabilidad influyera negativamente en la curación y en su calidad de vida. Pero este cambio no sólo se produjo en Treya, sino también en Ken al que sus conocidos veían menos irónico, menos distante, menos arrogante y más próximo y cariñoso.
Un tiempo después se volvió a detectar otra recurrencia del cáncer de Treya. Pero en esta ocasión ella recibió la noticia con serenidad y temple sin miedo ni ira ni siquiera recurrió a unas consoladoras lágrimas. “Treya estaba realmente en paz consigo misma y con la situación y parecía relajada y sincera; parecía tomarse las cosas tal como son, sin escaparse, sin juzgarlas, sin aferrarse a ellas y sin rechazarlas. Parecía en definitiva, inquebrantablemente ecuánime” (pag 263).
Ella experimentó este cambio como una transformación total de su ser, como un renacimiento. Y lo atribuyó al trabajo realizado desde que se le diagnosticó para pasar del hacer al ser, del saber al crear, de la obsesión a la confianza, de los masculino a lo femenino y, muy especialmente, de controlar a aceptar. Para hacerlo más explícito decidió cambiarse su nombre de nacimiento, Terry, por el de Treya, que viene de estrella y que le había sido revelado y confirmado en varios sueños que tuvo. Enseguida le extirparon el tumor y, a continuación, la enferma tomó una transcendental decisión que consistió en renunciar a la radioterapia porque no había funcionado las veces anteriores y probar con tratamientos alternativos.
A continuación Treya escribió y publicó un artículo en el que desarrollaba su propia visión sobre las enfermedades. En él se alejó del planteamiento “new age” de que las dolencias son creadas por el propio paciente debido a sus hábitos de vida, o sus experiencias pasadas o la gestión o represión de sus emociones o, incluso, por deudas karmicas. A ella le parecía incorrecto plantearlo de esta forma porque en vez de ofrecer ayuda al paciente lo que se le está diciendo es: ¿qué hiciste mal?, ¿dónde cometiste el error?, ¿qué tienes que pagar?, ¿dónde has fracasado? Lo cual, casi inevitablemente, provocará sentimientos de culpabilidad y de autoreproche. Además, parece como si el motivo último de esas teorías que buscan encontrar una explicación, un sentido, un significado fuera evitar el miedo que provoca la enfermedad en vez de ayudar a la sanación.
Frente a esta postura, Treya propone que las enfermedades graves se afronten como un reto potencialmente lleno de oportunidades de crecimiento. Para ello se basa en el enfoque budista según el cual todo lo que ocurre es una oportunidad para desarrollar la compasión y el servicio a los demás. En la práctica esto consistiría en empezar escuchando al paciente de cáncer para saber cuáles son sus necesidades en ese momento pues, al ser esta enfermedad tan persistente e imprevisible, durante ella se atraviesan por muchas fases diferentes. A continuación se debería apoyar las decisiones que tome el paciente, sean cuales sean, aunque no coincidan con las que uno tomaría, sin pretender decirle que debe hacer ni cuestionar o poner en duda con datos, teorías u opiniones lo que él ha elegido. “Cuando hablo con alguien a quien acaban de diagnosticarle cáncer, alguien que ha tenido una recurrencia o que empieza a estar cansado de luchar contra el cáncer, recuerdo que, para ser útil, no tengo que dar ideas o consejos concretos. Basta con escuchar. Escuchar es dar. Intento permanecer emocionalmente accesible y mantener el contacto humano. Creo que hay muchas cosas aterradoras de las que nos podremos reír juntos cuando nos hayamos permitido estar realmente asustados. Intento evitar la tentación de decir a los demás lo que deben hacer, ni siquiera frases tales como: “Lucha por tu vida”, “Cambia” o “Muere de forma consciente”. Trato de no empujar a la gente a tomar la dirección que yo elegiría o que creo que elegiría. Trato de no reprimir mi propio miedo a que un día pueda encontrarme en su misma situación. Intento aprender constantemente a hacer las paces con la enfermedad y no considerarla como un fracaso. Intento utilizar mis propios conflictos, debilidades y enfermedades para desarrollar la compasión por mí misma y por los demás pero recordando, al mismo tiempo, que no debo tomarme las cosas demasiado en serio. También trato de mantenerme consciente de las muchas oportunidades de curación psicológica y espiritual que encuentro a mi alrededor en el dolor y sufrimiento que demandan nuestra compasión” (páginas 295-296).
Nueve meses después de esta recurrencia, Treya y Ken disfrutaron de la primera etapa de paz y tranquilidad, cuando habían pasado tres años desde que se diagnosticara la enfermedad. Así, vivieron un verano tranquilo en el que él volvió a escribir y publicar por primera vez en ese tiempo, y ella se dedicó a su recién descubierta faceta creativa haciendo vidrieras mientras disfrutaban de su relación en su nueva casa de Boulder después de haber superado la grave crisis de pareja.
Sin embargo, en una revisión realizada después de las Navidades, le descubrieron a Treya tumores en ambos pulmones y en el cerebro. En esta ocasión, y durante una semana, su reacción fue de ira y rabia porque se sentía tan bien física, emocional y espiritualmente, que no esperaba recibir una noticia tan pésima. El diagnostico resultó demoledor: sino seguía un tratamiento a Treya sólo le quedaban 6 meses. Entonces el matrimonio, tras sopesar todas las opciones disponibles, adoptó la decisión desesperada de que Treya fuera tratada en la Janker Klinik en Bonn (Alemania), famosa por utilizar a la vez quimioterapia y radioterapia en dosis máximas. Una vez allí el tratamiento no resultó tan duro como lo vivido en el pasado con la adriamicina, en parte, porque la paciente puso en práctica todo lo que había aprendido en estos tres años y medio y que ella llamaba su sistema inmunológico espiritual: pensamiento positivo, visualización, meditación, compasión, bondad, ejercicio físico y arte terapéutico.
Cuando ya sólo quedaba una sesión del tratamiento, las pruebas arrojaron el resultado de que el tumor cerebral no había desaparecido y, aunque el tumor pulmonar mayor se había reducido, habían aparecido otros en esa zona y en el hígado. Esa noticia le llevó a Treya a plantearse como podía mantener las ganas de vivir y, al mismo tiempo, cultivar la aceptación. Y llegó a la conclusión de que se curara o no se curara lo más importante era dulcificar y abrir su corazón.
Y, a pesar de saber que posiblemente sólo le quedará un año de vida, Treya fue capaz de vivir desde entonces con ecuanimidad y una serena alegría que iba aumentando a medida que pasaba el tiempo. Su secreto parece ser que consistió en vivir el momento presente como forma no de escapar de la muerte, sino de aprender a convivir con ella. “Los amigos y familiares solían preguntarse si no estaba siendo poco realista porque había sobrados motivos para estar preocupada, para rebelarse o para sentirse desgraciada. Pero al vivir el presente y negarse a vivir en el futuro, el hecho es que empezó a convivir conscientemente con la muerte. Dicho de otro modo, la muerte es, fundamentalmente, la condición de no tener futuro, y al vivir en el presente como si no tuviera futuro, no estaba ignorando la muerte sino que precisamente estaba haciendo todo lo contrario: estaba viviéndola” (pag 366).
Cuando Treya y Ken volvieron a Bonn para someterse a la tercera y última fase del tratamiento, descubrieron que habían aparecido nuevas manchas en los pulmones y el hígado. Por eso el director de la clínica recomendó a la enferma que no pasara otra vez por el duro tratamiento porque no iba a ayudarla. Entonces el matrimonio decidió volver a Estados Unidos para someterse al tratamiento de Kelley/Gonzales que consistía en la toma de megadosis de enzimas pancreáticas con la esperanza de que estas pudieran disolver el cáncer. En ese momento Treya tenía unos cuarenta tumores pulmonares, tres cerebrales, un mínimo de dos en el hígado y una posible afección tumoral en la linfa. En esta nueva etapa, Treya vuelve a sufrir otra transformación interior en formad de integración armónica de contrarios, consiguiendo lo que ella misma bautizó como ecuanimidad apasionada. “Ecuanimidad apasionada, ecuanimidad apasionada, apasionarse por todos los aspectos de la vida, por la relación con el espíritu y atender a las profundidades de mi propio ser sin rastro alguno de apego y posesión” (pags 391-392).
Con el nuevo tratamiento los indicadores del cáncer se dispararon, lo cual supuestamente era la señal de que el tratamiento funcionaba pues lo tumores debían inflamarse antes de desaparecer. Sin embargo, la medicina ortodoxa dictaminaba que la situación era muy grave y prescribía una dosis de quimioterapia tan intensiva que provocaría la destrucción de la médula ósea y la necesidad del consiguiente trasplante de la misma. Entonces Treya se vio obligada a tomar una de las decisiones más difíciles de la enfermedad: elegir entre confiar en el tratamiento alternativo que podría causarle la muerte o curarle u optar por el tratamiento convencional que conllevaba gravísimos efectos secundarios. Finalmente decidió confiar en el tratamiento de las enzimas. En cualquier caso se trataba de una carrera contrarreloj pues tanto si se trataba de crecimiento de los tumores o su inflamación antes de desaparecer, el proceso provocó un rápido deterioro de su salud. Ello obligó también a que le hicieran una intervención cerebral para quitarle la masa más voluminosa, lo que la dejó prácticamente ciega y con un malestar corporal que a menudo era agobiante.
Poco después, empezaron los dolores fuertes pero la paciente decidió no medicarse para poder permanecer atenta, consciente y presente durante todo el proceso. Compromiso que mantuvo incluso cuando los dolores se hicieron más fuertes y ella siguió negándose a tomar morfina para mantenerse así hasta el final.
Llegados a este punto Treya Killam decidió de forma serena y desapasionada que había llegado el momento de abandonar este mundo. Los médicos le habían asegurado que si ingresaba en el hospital podrían alargar su vida un par de meses. Pero ella decidió ahorrar a ella y a sus seres queridos una lenta y cruel agonía. Y, como sucede con los grandes seres iluminados, se fue apagando en poco tiempo hasta que acabó falleciendo de forma dulce y tranquila.
Terminamos este resumen esperando haber dejado claro que el inmenso valor de este libro reside en que muestra el modo en que la protagonista “consiguió dejar atrás el dolor y la agonía del cáncer para adentrarse en la liberación espiritual que eclipsa la muerte y el terror que ésta produce”.
Además, su lectura también es recomendable porque se trata de una gran historia de amor que quizás explique lo que duró y que hizo a los afortunados protagonistas de la misma mejores, más fuertes y más sabios. Algo que Ken Wilber explica así “Mi continua actitud de servicio despertó su gratitud y su bondad y el amor que me profesaba comenzó a impregnar todo mi ser. Me volví pleno gracias a Treya. Era como si estuviéramos generando el uno en el otro la compasión iluminada de la que durante tanto tiempo habíamos escuchado hablar” (pag 464).